Llama de espíritu vivo

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Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía a su lado

El retrato oval, Edgar Allan Poe

En la cómoda grisácea de aquella habitación en penumbra estaban abandonados y llenos de polvo todos los retratos de su familia, y si bien recordaba, su madre le había dicho que el árbol genealógico recogía a los bisabuelos de sus abuelos y que tuviera cuidado en no romper ninguno en aquel viaje de verano a la casa de campo de ese pueblo norteño.

 

En vista de lo que le dijo su madre, llegó a aquellas tierras solitarias con el corazón aventurero, porque prefirió viajar a aquel poblado sin amigos, mientras ellos estuvieran bañándose plácidamente en alguna playa paradisíaca. Yo, de corazón castizo y de costumbres fijas, me quité las gafas de sol al abrir la puerta chirriante y me di cuenta de que lo iba a pasar algo mal a causa de todo el polvo acumulado. Mi madre me había recordado una y mil veces que no se me olvidara las pastillas antiácaros y que nada más entrar, abriera todas las ventanas y dejara correr el fresco. Me dispuse a ello, pero me di cuenta de que estaban tapiadas todas. Noté cómo el nerviosismo hacía acto de presencia en cuerpo y alma y me contuve de lanzar un grito como vía de escape. Observé que al fondo de la cocina había luz natural y es que había un patio a mano derecha. Abrí la puerta violentamente y se alivió un poco mi inmadura tensión. En el patio, la maleza de tantos años me abrumó por densa y pensé que en otro momento limpiaría aquel lugar lleno de bichos y de suciedad.

 

Como en el salón no había luz, decidí subir por las escaleras hacia los dormitorios. “Acuérdate, hijo, a mano derecha te encontrarás con un aseo, enfrente de éste, el cuarto de plancha y lavadora; si sigues andando tres pares más de puertas enfrentadas, que corresponden a los seis hijos de tus bisabuelos, las dos primeras, corresponden a las habitaciones de tu abuela Carmen y se su hermano Carmelo, que ya sabes, hijo, cómo terminó el asunto.”

 

Un recuerdo me vino a la mente y dejó a un lado los recordatorios de mi madre: ¿mis abuelos eran hermanos entre sí? Lo había oído vagamente muy de pequeño, pero no estaba seguro. Decidí entrar en la habitación de mi abuela Carmen.

 

La oscuridad reinaba allí, pero pude intuir dónde se encontraba la ventana. Corrí a abrirla, no sin darme en la rodilla con el pico de la cama. La habitación estaba sobriamente decorada, con armarios muy altos, y uno de ellos con un gran espejo con manchas negras por el paso del tiempo. Me miré: mi aspecto del siglo veintiuno chocaba con el moblaje de principios de siglo veinte. La colcha rosada estaba bien conservada y las mesillas de tres cajones tenían un encanto singular. Los tiradores de las mesillas, sin embargo, me produjeron un sobresalto cuando vi que eran figuras demoníacas. Abrí un cajón con cuidado y saqué un escapulario manchado de tinta con blasfemias hacia la Virgen del Carmen. Revolví un poco entre todos los papeles que allí había y seleccioné uno más grande de lo normal. Era un sobre de color amarillento y de unos veinte centímetros de largo y de ancho. En su interior había una carta de tres hojas con una letra con las letras demasiado altas (las eles, las haches y las bes, sobre todo). Comencé a leer:

 

 

Querida y adorada Carmen,

 

El pecho se me sale de mi cuerpo cuando pienso cada día, cada uno de estos días tristes y sin sentido, que no me dejan tenerte y poseerte como los dos queremos. Hemos nacido antes de tiempo y se me antoja que muchos otros amantes padecen nuestro mismo dolor. El mundo está sacudido por guerras antojosas y desgraciadas y a nosotros no nos dejan amarnos. Tenemos que escapar. Y lo vamos a ir haciendo poco a poco. ¿Sabes dónde está el hórreo, no? Te espero allí todas las madrugadas.

 

 

Paré de leer. Quería saber de ese granero. Bajé por las escaleras poco a poco, pensando en el texto que había leído. Dejé la puerta de la casa abierta y salí al exterior buscándolo. En un primer momento no divisé nada: ni enfrente, ni a la izquierda, ni a la derecha. Di una vuelta completa a la casa y por detrás, un pequeño camino, entre las ramas secas, se dejaba ver, aunque la maleza seguía y seguía. No sabía a dónde iba a parar, porque el camino era zigzagueante. Me lo pensé dos veces antes de emprender la marcha. No sabía si debía cerrar la puerta de la casa o seguir mi aventura. Recordé las palabras de mi madre: “Cuida de los enseres de la casa, déjalo todo tal cual te lo encontraste”. En un acto de rebeldía borré esas palabras por un momento y anduve largo rato. A unos dos kilómetros encontré aquel sitio y me sorprendió que hubiera sido utilizado colectivamente entre las pocas casas de aquella villa. Una gran puerta roja, desgastada por el sol, estaba cerrada con un gran tablón de unos dos metros. ¿Y cómo iba yo a poder con eso? Lo intenté varias veces haciendo fuerza con todo mi cuerpo sin conseguir nada. Me bloqueé y me enfadé. Después de unos minutos sentado en la tierra árida, decidí rodearlo. Maleza y más maleza. Cuál fue mi disgusto que con mi puño cerrado golpeé el costado de aquella enorme estructura y cuál fue mi sorpresa cuando vi resquebrajado una parte del granero. Tomé carrerilla y con mi pierna precisa asesté con todo mi espíritu el último golpe. Aquello produjo un agujero lo bastante grande como para entrar yo y, además, me sirvió para iluminar aquel inhóspito lugar.

 

Mucha paja y un olor desagradable fue lo primero que pude observar. El pajar por dentro era muy grande y entre azadones, tridentes, picos, horquillas, carretillas y demás útiles del campo, en una esquina junto a una conejera, algo se escondía porque había apilada de forma estratégica demasiada paja en forma de bloques. Con cuidado fui apartándolos hasta que pude ver un caballete con el cuadro hacia la pared. Le di la vuelta. Una hermosa mujer era retratada completamente desnuda. Sobre la tablita una papel a modo de carta, decía así:

 

 

Querida Carmen,

 

Aquí tu retrato. Aquí tu esencia. Aquí mi esencia en tu esencia. Nuestras almas se podrán tocar. Cuando descubran esto seremos quemados. Pero allí, en el otro sitio no nos molestarán.

 

 

El texto no continuaba. Unas gotas de sangre seca rubricaban haciendo un garabato. Aún pude observar dos tonalidades en la sangre. Lloré. Ahora lo comprendía todo. Salí de allí y prendí fuego al silo y a la casa. Los fuegos fatuos, solos, en aquel poblado muerto y yo recordé las palabras de mi madre una vez más.

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Patapalo
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Poblador desde: 25/01/2009
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Un relato algo apresurado, pero muy evocador. He tenido la impresión de que no tenía la precisión en las frases que muestras en otras ocasiones, y que tenías prisa por terminar la historia. Creo que, al final, resulta algo precipitado, y es una pena porque la idea de la historia es muy interesante, y creo que podría haber dado mucho más de sí a parte del homenaje.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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LCS
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Lo veo un poco confuso, sobre todo al principio. En primer lugar por la longitud de las frases: la primera ocupa todo un parrafo y, en segundo lugar, porque no se sabe muy bien quién va a ser el narrador. Parece un relato en tercera persona hasta que llega un "Yo" un poco abrupto, que es el definitivo.

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Nachob
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Poblador desde: 26/01/2009
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Es una pena que un cierto aturrullamiento formal enfrie un poco una historia conmovedora y emotiva. Tal vez requeriría un mayor pulido para que brillará más y mejor.

Aun así, un placer de leer.

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