La percepción del escritor

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Cómo es, cómo cree que es, cómo creen que es.

La identidad es algo que lleva fascinando a los filósofos desde por lo menos la antigua Grecia. Como el río que discurre bajo el puente, la persona es y no es el mismo a lo largo del tiempo, y esto es algo que se acusa particularmente cuando nos dedicamos a la escritura, un ejercicio en el cual el ego tiene un papel protagónico indiscutible. Sin embargo, a pesar de la evidencia, es difícil ser consciente de esta dualidad, al menos cuando la perspectiva es demasiado cercana.

Si dejamos de lado los casos en los que el autor no muestra ningún tipo de carácter propio —si es que esto es posible al 100%—, todo escritor tiene una identidad. Por lo general, desde su propio punto de vista, esta está más marcada —después de todo, tiene acceso a todas sus ideas diferenciales y las entiende, cabe esperar, con mayor profundidad— y mantiene una continuidad. A veces, esto genera un espejismo de inmutabilidad: tenemos la impresión de que nuestro trabajo es un monolito, un todo coherente, y hasta que no recurrimos a echar la vista atrás, nos cuesta darnos cuenta de todas las fisuras que presenta, e incluso llegamos a justificarlas. Vemos gérmenes de algo donde solo hay lagunas.

Es por esto que, en muchos casos, como autores, tenemos la sensación de que una crítica es un ataque personal, y que la parte va por el todo. Desde un punto de vista estricto, podemos racionalizar el sentimiento y decir que lo descartamos, pero basta mirar la cantidad de veces que hablamos de nuestro trabajo —como un ente— o tenemos esa impresión de no ser bienvenidos en determinados concursos o antologías para darnos cuenta de que, por el lado visceral, es difícil separar nuestro creador actual del de hace X años.

Esta situación se complica más todavía por el cómo creemos que somos en tanto que autores. Un segundo espejismo nos puede llevar a creer que los textos pasados van a responder a nuestra identidad actual sin que haya mediado corrección o revisión alguna. Hay que tener en cuenta que cuando estás trabajando en tu próximo proyecto, acaba de salir publicado uno escrito hace dos años y revisado hace seis meses, pero que tienes que defender como actual a pesar de tener que engañar a nuestra lógica para articular un discurso inteligible. ¿Os imagináis que en cada entrevista los autores hablaran de sus “novedades” como algo obsoleto? No es mero interés: la alternativa es aceptar que te has estancado, que no ambicionas escribir algo mejor o, directamente, caer en la depresión.

Para terminarlo de arreglar, el lector te conoce a través de determinados trabajos, que picotea aquí y allá. Salvo las raras excepciones en las que se han leído todo lo que has publicado, han hecho una cata con la que se han formado una imagen de ti mismo. Y aunque se hubieran leído todo lo publicado, estaría todavía lo pendiente de publicar, los trabajos desechados y los que se están concibiendo, por lo que el cuadro nunca podrá ser completo. Por lo tanto, el escritor es para los lectores un constructo fragmentario sobre el que no tenemos apenas control.

Ahora toca conciliar ambas perspectivas. ¿Es posible? El punto de fricción es evidente cuando se solapan en un mismo contexto, cuando hay interacción.

Muchos lectores no entienden las ínfulas de los escritores, sus reacciones ante reseñas y críticas, su dificultad a aceptar que pueda haber verdad en lo que leen o su aparente aislamiento. Por el contrario, hay autores que no les entra en la cabeza que no se perciban determinadas cosas en su trabajo, que se les achaquen cosas —buenas y malas— que ven desfasadas, injustificadas o simplemente peregrinas.

Como era de esperar, en ocasiones, llegan a saltar chispas, y es que la identidad es un terreno muy personal y que desestabiliza enormemente.

Dentro de poco, por ejemplo, haremos entrega de los Premios Nocte 2013 en el marco de la Semana Gótica de Madrid. Seguro que algunos se imaginan la selección de candidatos y finalistas como un proceso cordial y algo connivente, lo que no deja de tener su gracia, ya que habría que aceptar la premisa de que las asociaciones no son monstruos multicéfalos en continua mutación, sino entidades uniformes. De hecho, el proceso que se pone en marcha para tener una visión crítica del panorama anual es el momento por excelencia para que se suba el tono en los debates entre socios y alguien termine por echar los pies por alto.

No es de extrañar: a lo más evidente, que es que cada uno muestra sus filias y sus fobias con sus propuestas y opiniones, su modo de concebir qué es la literatura más meritoria o qué es más de lo mismo, los silencios significativos —que como autores no podemos evitar relacionar con que no nos han leído ni nuestros colegas—, etcétera, hay que unir ese sentimiento del que hablábamos, no ya directamente cuando se es candidato —algo comprensible— sino en general, por mera empatía.

Es muy significativo, creo, que con las obras extranjeras no haya tanta visceralidad, mientras que con las nacionales... Ahí, sean miembros de Nocte o no los candidatos, conocidos o recién llegados, los sentimientos están a flor de piel. Una crítica a la última novela de fulano nos pone en guardia, visceralmente, porque nos es fácil ponernos en su piel: es un ser humano, palpable, no un nombre de portada. Despierta pudor, simpatía, prevención. Si puede ser aceptable decir que Stephen King agüelea, que vive de rentas o que patina de lo lindo en la trama, ninguna de estas tres cosas aparece aceptable cambiando el nombre por Esteban Rey cualquiera.

La paradoja es que nunca se juzga al autor, ni siquiera su trayectoria, sino trabajos concretos. Mientras un lector estándar puede soltar sin muchos problemas “el último trabajo de zutano no me ha gustado nada”, para los escritores, que deberíamos tener más presente la diferencia entre el todo y la parte, no es tan sencillo. Y, personalmente, creo que la clave está en esa percepción que tenemos de nuestra identidad y nuestra obra, que además extrapolamos al resto de colegas.

La solución sería evaluar a todo el mundo —incluso a nosotros mismos— como a Edgar Allan Poe: como si fuera extranjero y llevara muerto al menos cien años. Como si de él solo contase uno de los lados del espejo, aquel que los demás pintamos a través de nuestra lectura de su obra. Curiosamente, los escritores se sentirían menos vulnerables.

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Léolo
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Brillante.

Espacio patrocinado por

Nocte - Asociación Española de Escritores de Terror

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