La de fuera

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Un relato de Patapalo para Día de difuntos

 

 

Vino por lo del Rosario de la Aurora. A saber qué habría oído por ahí. Con esta gente, nunca sabes. Es como si pensaran de otra manera, como si vieran cosas extraordinarias en cualquier fateza que a nadie llama la atención.

Aquí siempre hemos cantado el Rosario de la Aurora. Lo sé porque la yaya Ludimila alguna vez me contó que a ella también le daba mucho miedo de niña, y eso debió de ser hace mucho, mucho tiempo, porque ella era viejecica, viejecica cuando la enterramos. Pobre yaya Ludimila, siempre tenía esa sombra de miedos dibujada en el fondo de los ojos como el poso de un café demasiado cargado. Me daba mucha ternura porque yo también noto esos mismos miedos arrellanándose como un gato negro en el fondo de mi cabeza. Seguro que también se asoman a alparcear por mi mirada. Los miedos son así: curiosos. Como gatos. O como la de fuera.

Va por ahí con su cámara digital que parece de las viejas, de las de carrete, de lo grande que tiene el objetivo y se queda mirando, pensativa, cualquier rincón abandonado del pueblo. Cuanto más deteriorada esté una casa, o un corral, o una pardina, más parece interesarle, como si las cosas que se caen a cachos fueran las piezas de un puzle con el que va componiendo algo de gran interés. Es difícil creer que pueda encontrar algo así. Este pueblo tiene cosas, sí, pero ¿interés? ¿Cómo podría tener interés si ni los de aquí han sabido quedarse? No llegamos a un centenar, y eso que ha llegado a vivir mucha gente en estas calles. Además, todos andan tan huraños que parece que seamos todavía menos. Por eso, la llegada de la de fuera ha sido como una piedra que rompe la quietud de una balsa. Eso, de alguna manera, es bueno. No es que me alegre —no recuerdo siquiera la última vez que lo hice—, pero me parece que es, como digo, bueno. No se me ocurre otra palabra. Antes de que llegara, daba la impresión de que nos diluíamos como un recuerdo que no tiene mucho valor. La montaña puede ser muy solitaria y, cuando apenas queda nadie en los aledaños de quien recibir o a quien brindar visita, cuando ya tus propios convecinos no se asoman ni a huronear por las casas de los que se fueron, uno se siente como dentro del ataúd, escuchando las campanadas de tierra que caen, para siempre, sobre lo que una vez fue vida.

Sí, ha de ser bueno que haya venido la de fuera, aunque sea tan rara que ni apenas conversación hayamos gastado. Un asentimiento cuando se cruzan las miradas, un encogimiento de hombros ante algunas preguntas, una negativa triste frente a otras... Parece que hablemos idiomas distintos y, a la vez, qué reconfortante sentir toda esa energía volcada en lo nuestro.

Aunque sea por algo así. El Rosario de la Aurora... ¡Qué cosas!

Recuerdo cuando lo oía desde la cama, de cría. Debería de haber estado durmiendo pero ¿cómo hacerlo con todas aquellas sombras rondando por el pueblo, cumpliendo etapas, esquina a esquina, hasta formar la cadena que culebreaba de casa en casa? Recuerdo la campanilla, el lúgubre tañido que anunciaba que la comitiva estaba ya en posición y que iban a comenzar los cantos. Cuando por fin llegaban a tu esquina, aquella campana sonaba como si anunciara a algún diablo que viniese a por tu alma. Y, entonces, la congoja que te aferraba las tripas como mano de muerto escapaba volando ante las voces de los vecinos. Yo, si hubiera podido, también me hubiera escabullido por la chimenea, directa al cielo, pero la melodía, pesada como una losa, me anclaba a la tierra.

Solemne. Esa es una palabra que adquiría sentido después de haber oído el Rosario de la Aurora por primera vez. Las jaculatorias por los difuntos, los ruegos a los santos, los rezos al Cristo, a su madre, que a pesar de su ternura resultaba inquietante en aquellas bocas... De la misma huerta parecían provenir, un fruto recolectado en el momento justo después de haber sido cuidado con reverente mimo durante generaciones. ¡Cómo temblaban en el aire, qué notas profundas arrancaban a la letanía! ¿Será capaz la de fuera de percibir la oscura belleza de aquel canto?

Es difícil de saber. Hay algo incomprensible en su presencia en el pueblo. Su silueta de colores vivos —siempre lleva pantalones de estos de montañera, de loneta verde, violeta o morada, y algún forro polar concebido para que los helicópteros te vean antes que los buitres si te despeñas por alguna barranquera— es una pincelada extraña cuando deambula por el fosal tomando fotos a las lápidas, cuando se pierde por el laberinto de callejas tristes en el que se ha convertido Binara. Otro fosal, pero uno en el que las propias casas sirven de tumba. Las fotos de mirada seria no están aquí confinadas tras una cápsula de cristal, sino todavía colgadas de las paredes o recogidas bajo las lámparas de las mesillas de noche, quién sabe por cuánto tiempo. No es algo que haga más vivo este pueblo condenado.

Tampoco es algo que le ate la lengua a la de fuera. Ha venido dispuesta a saber todo lo que queramos contar sobre el Rosario de la Aurora y no creo que se marche hasta que su curiosidad haya quedado satisfecha por completo. Con lo testarudos que somos por aquí, no me habría extrañado si hubiera tenido que esperar hasta el Juicio Final. Puede que fuera por ello por lo que, al final, me hice la encontradiza por la vereda que lleva a los huertos de la calle Baja. Desde luego, no lo hice por las explicaciones que daba a todo el mundo, quisiera o no oírlas. A mí no me dice nada que alguien sea etnólogo, ni tampoco que se escriban tesis en las que salen, de refilón, nuestros ritos ancestrales. No creo que el Rosario de la Aurora se hiciera para aparecer en los libros ni que tenga mucho que ver con esas calacas que se comen los mejicanos ni con las velas de los chinos, pero para la de fuera todo parece tener un sentido diáfano como un día claro. Cree que está terminando de montar un rompecabezas que explica muchas cosas sobre nuestra relación con los muertos. No deja de tener su gracia que lo diga en un fosal como este. Es lo que me termina de decidir, y, entonces, tomo su mano entre las mías y le sonrío. He notado su sobresalto al tocar estos sarmientos que han arrancado demasiadas malas hierbas, pero también la calidez que ha prendido mi sonrisa en ella. Por eso sé que me seguirá, que por unos instantes no parecerá que hablamos lenguas distintas. Cuando nos encaminamos al cementerio que ampara la iglesia como una gallina celosa —pues por ahí es por donde tenemos que empezar— ha dejado de existir tanta diferencia entre una y otra: su ropa colorida ya no lo resulta tanto en el crepúsculo que nos envuelve, o quizás la pañoleta negra que cubre mi cabeza ya no esté tan de luto. Cómo saberlo... Y qué puede importar.

Cruzamos la cancela con la incertidumbre bailando en los labios, titilando en los ojos —junto a ese gato de miedos en los míos—, pero ni siquiera el siniestro chillido del hierro soliviantado por el abandono nos detiene. Es ahí, en ese momento, cuando corresponde. Lo sé. Es imposible no saberlo cuando, al mostrarle uno tras otro los nombres inscritos en mármol que han forjado Binara, siento llegar en el viento del olvido el caminar silencioso de quienes van a cantar el rosario.

Tomo de nuevo su mano entre las mías y la conmino a seguirme hacia la esquina donde —lo noto en mis huesos— va a comenzar el ritual. Queda mucho para que llegue el amanecer, pero una urgencia distinta guía mis pasos. Sí, ya se oye la campana. Rompe con sus ecos metálicos el silencio noctívago, llama a los orantes, convoca sus voces nacidas de la tierra.

Nos asomamos a la esquina y sus ojos se abren, ávidos, a un mundo desconocido y anhelado. La de fuera mira, hechizada, a la frágil llama que titila en una ventana, tras los visillos. Es como un faro en las tinieblas, y marca el camino más importante de todos. A mi memoria acuden fragmentos de mi niñez. Mis manos sarmentosas se vuelven tiernas y son las de la de fuera las que adquieren esa textura del leño que ha trabajado demasiado. No necesito llevarlas a mi cara y aspirar su olor para saber a quién corresponden.

Ludimila.

—Yaya, ¿por qué ponemos velas en las ventanas?

El eco de mi voz cristalina se pierde en las brumas del tiempo. A mi lado, ella sonríe, viejecica, viejecica y arrugada.

—Es para que las ánimas de los difuntos no se extravíen.

Unas lágrimas asoman a mis ojos, tímidas, dubitativas, cuando la que fui responde:

—¿Y no sería mejor dejar que se perdieran? ¡Así saben dónde está nuestra casa!

Ella sacude su sonrisa en una negativa paciente.

—Alguien tiene que cuidar de ellos, mi niña.

Ahora sí que llevo su mano hasta mis labios y, mientras el olor a espliego y romero inunda mi corazón, la beso. Tanto tiempo, siempre tanto tiempo. Frente a nosotras, la de fuera se acerca al puñado de vecinos que, sombríos, desgranan los últimos versos de la etapa. El tañido de la campana detiene sus pasos justo cuando estos reanudan la marcha rumbo a otra casa, a otra esquina.

Terminarán pronto.

En Binara apenas quedan un puñado de eslabones en la cadena de familias que se aferra a la tierra a pesar de la soledad y el abandono. No llegan a la media docena.

La de fuera parece haber sucumbido también a esa certeza. Da la impresión de que nuestras velas también han sabido guiar sus pasos. Creo que es bueno que esté aquí con nosotros. Con el tiempo, quién sabe, quizás incluso otros vecinos dejen que sus caminos se crucen. Tal vez ella misma asuma el modo en el que ha terminado su tesis, su etnografía, su proyecto. Tiempo tenemos, mucho tiempo. Demasiado tiempo si las tinieblas se enseñorean definitivamente de las piedras que ya devora la zarza.

Y dentro de poco, cuando desaparezcan los últimos habitantes de Binara, todavía tendremos más: la eternidad entera se abrirá ante nosotros, la eternidad entera para esperar la llama de la vela tras una ventana donde ya solo habitan las arañas. La eternidad entera para ansiar, aunque solo sea por un día, la solemne compañía del Rosario de la Aurora.

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Darkus
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Poblador desde: 01/08/2009
Puntos: 759

Este tipo de relatos me hacen recordar que tengo que leer más a Patapalo.

Me encantan las historias de pueblos. Y, si además están dibujadas con colores lan lobregos, oscuros y opresivos, mejor que mejor. Un relato que va de menos a más, poseedor de algunos pasajes levemente onirico-poeticos, con una ambientación fantásticas, excelentemente escrito y con un final coherente y... terrorifico.

Si dijese algo malo de esta historia, estaría criticando por criticar.

"Si no sangras, no hay gloria"

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L. G. Morgan
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Poblador desde: 02/08/2010
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Excelente relato. Es tanto lo que dice como lo que evoca. Es una especie de terror extraño, como natural y triste, incluso entrañable, que te acerca a los muertos, a lo oscuro, como algo cotidiano y hasta inevitable. La elección del tono es determinante para conseguir ese efecto, un acierto también el uso de "localismos" y palabras algo en desuso con mucha fuerza. (La que me ha chocado es fateza, que he tomado como una errata). Me ha dejado poso.

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Patapalo
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Poblador desde: 25/01/2009
Puntos: 208859

Muchas gracias, compañera. Fato (o fata) y fateza son términos que se usan mucho en mi pueblo. En efecto, quería que la narración tuviera ese sabor de ahí.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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LCS
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Poblador desde: 11/08/2009
Puntos: 6785

El relato, no sé muy bien por qué, me recuerda a las Leyendas de Becquer.

Como aquí, estamos para destripar, voy a hacer un pequeño apunte, que tal vez parezca que no tiene importancia, pero que creo que te aleja de la narración.

Hasta el sexto párrafo, hasta que no dices: 

 

Recuerdo cuando lo oía desde la cama, de cría.

no sabes quién si el narrador y si  es hombre  o mujer. Se puede intuir que es una mujer, pero no se sabe con certeza. Creo que, cuando el narrador también es protagonista de la historia, debe estar claro desde el principio porque sirve para que el lector se pueda identificar con el narrador e ir de la mano a lo largo de la historia.

 

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Patapalo
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Poblador desde: 25/01/2009
Puntos: 208859

Gracias por el apunte, compañero. En efecto, la narradora es una mujer y, como bien dices, si eso no se ve desde el principio el lector se puede sentir distante de la narración cuando lo descubra.

En cuanto a las reminiscencias de Bécquer, bueno, igual es por la temática. En las Leyendas se dedicó a recopilar folclore y este relato hace, en cierto modo, lo mismo, aunque con un enfoque distinto. O, quizás, simplemente, porque me encanta Bécquer

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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FAGLAND
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Poblador desde: 10/08/2009
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El relato tiene un final conmovedor y sentimental, pero el lenguaje tan peculiar dificulta un poco la lectura a los de aquí. Supongo que no ha entrado por eso y porque no es especialmente terrorífico o inquietante. Muy bueno, de todos modos.

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korvec
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Poblador desde: 31/05/2011
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Muy poético y bien escrito. La única pega que le encuentro (ojo para mi gusto partícular), es que hace uso de un lenguaje un tanto rebuscado con palabras como alparcear o pardina.

 

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Patapalo
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Poblador desde: 25/01/2009
Puntos: 208859

Gracias por lo comentarios, compañeros.

Muy poético y bien escrito. La única pega que le encuentro (ojo para mi gusto partícular), es que hace uso de un lenguaje un tanto rebuscado con palabras como alparcear o pardina.

No es que sean rebuscadas, sino propias de la ambientación altoaragonesa. Vamos, igual que en tu relato cuando usas "güey" o"pinche" para dar sabor mexicano

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Aldous Jander
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Poblador desde: 05/05/2011
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Estupendo relato, poco más queda por decir: la atmósfera, la calidez, algunos atisbos de lirismo... y el "alparceo", una palabra que me trae muy buenos recuerdos del alto aragón .

Me cuesta juzgar hasta qué punto esas palabras pueden llegar a afectar negativamente al relato para quien no las conozca, aunque diré que yo no conocía la palabra "fateza" y aun así me he sentido transportado precisamente por ese detalle, por esos vocablos que oyes al sumergirte en el ambiente rural, donde puedes escuchar estos palabros en boca de entrañables viejecicos arrugados por el pastoreo y tostados por el sol. Al igual que si lo oyesemos en boca de la anciana, nos paramos al leer eso de "fateza", y tras recordar que fata no es sino una transcripción fablense de hada, seguimos adelante con ese saborcillo tan de nuestra tierra .

Lo dicho: estupendo relato.

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Maundevar
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Poblador desde: 12/12/2010
Puntos: 2089

Me gusta saber que no soy el único que a veces me quedo mirando las casas abandonadas pensando en la vida y esperanzas que esas piedras han vislumbrado y que en ese momento son devoradas por la hiedra y el tiempo.

Me ha gustado. Haces que uno que puede empezar leyendo un relato con desgana, lo termine con ansias de más.

Enhorabuena.

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Patapalo
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Poblador desde: 25/01/2009
Puntos: 208859

Muchas gracias, compañero. En efecto, es una vieja afición

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Crocop
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Poblador desde: 16/05/2011
Puntos: 1731

A mí me ha hecho recordar  "Pedro Páramo".

El problema que tengo es, aún sabiendo que el autor ha hecho un trabajo impecable, por gusto personal; me falta acción, no logro interesarme por la yaya Luzminda.

La culpa es de los FX, la música industrial y los cómics, supongo.

 

Aún así, ya digo, no le encuentro nada que pueda considerar un error. Enhorabuena.

Ferrum ferro acuitur

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