La tormenta del día anterior se convirtió en una tempestad. La lluvia azotaba rabiosa las calles empedradas y golpeaba amenazadoramente las contraventanas de los caserones de piedra negra. Numerosos rayos iluminaban el mar embravecido mostrando su magnificencia y los truenos respondían a sus llamadas con violentas protestas. Oscuros nubarrones cubrieron la ciudad durante todo el día, obligando a los ciudadanos a permanecer en sus hogares. El viento recorría las avenidas a vertiginosas velocidades empujando con furiosa determinación a todo ser que osara interponerse en su camino.

Dersea apoyó su espalda contra el frío y húmedo muro de piedra mientras miraba en derredor, expectante, como si de un momento a otro alguien fuera a aparecer en la calle desierta. Lentamente se desplazó hasta la esquina y se asomó a la oscura plazoleta. En el centro de la misma una enorme estatua de algún rey se erigía desafiante, como una sombra surgida de las profundidades del Averno para vigilar la antigua catedral frente a la cual montaba guardia. Dersea se mantuvo a la espera, como si de un momento a otro el antiguo monarca fuera a girar la cabeza hacia ella.

La lluvia siguió cayendo insistentemente durante toda la noche y gran parte de la mañana. La ciudad parecía dormida, quizá muerta. El único movimiento que se observaba en sus calles era el producido por los abundantes riachuelos formados y alimentados por el agua caída. Debido a la disposición de la ciudad, que parecía encaramarse a los acantilados, los pequeños arroyos se despeñaban a gran velocidad a través de la muralla marítima, formando artísticas cascadas desde las bocas de las gárgolas.

Kios era una gran polis situada en la orilla de un mar siempre embravecido y construida sobre las ruinas de una ciudad ya olvidada. Sus dominios se extendían por las montañas graníticas que la circundaban, las cuales le servían de protección frente al continente, y, principalmente, por las oscuras y rebeldes aguas que bañaban sus murallas costeras.

El Robledal, o simplemente el Bosque, era una gran extensión de árboles al norte de un país sumido en la decadencia. Era una zona inhóspita habitada por lobos y curtidos montañeses que tenían demasiado apego a aquella región como para ceder frente a las inclemencias del tiempo y emigrar a zonas más cálidas y civilizadas.

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